El cielo está tan estrellado, mi amor, aunque sea de día y esté nublado es tan linda la metáfora de las estrellas para recordar tus besos, o por lo menos tus labios resecos, porque ya no se si tus besos me pertenecieron, ya no se si te fuiste o es la maldita necesidad nostálgica que corre por mi sangre, la que a la vez corre por el piso de la bañadera o eso quisiera si te hubieras ido. Pero no, no te fuiste, tuviste el coraje de marcharte pero te quedaste por mí, porque yo no quiero dejarte ir, aunque hayas vaciado el armario y dejado la cama desecha, aunque nunca te haya tenido, no quiero dejarte ir.
Pero no transformemos esta carta en algo triste, y digo transformemos porque vos estás acá conmigo pero no importa, igual te la escribo, mi amor, a la luz de la luna en esta noche estrellada. Esta carta debe ser alegre, porque pensar en ti es siempre alegre incluso si te pienso en otros brazos o en ningunos, o en los míos que siempre van a estar abiertos para cuando vuelvas.
Me pregunto cómo puede ser alegre esta carta si tengo tanta pena dentro, y es que te extraño tanto, aunque siempre discutíamos yo te extraño, aunque teníamos nuestras diferencias todo se puede solucionar, pero tal vez mi solución no haya sido la mejor. No se si me arrepiento; el único pensamiento que tengo es que te quiero a pesar de todo, aunque te odie tanto te quiero porque me complementas, porque sos mi yo en el espejo, totalmente al revés. Recién ahora entiendo, me haces falta vos completa, todo tu ser, y no únicamente esa parte tuya que siempre te forcé a ser, esa parte que convivía conmigo en armonía y que en realidad era la menos importante pero qué tarde, ahora con toda mi angustia sé lo tarde que mi di cuenta de todo esto.
Y hablando de tarde, qué tarde se hizo, mi amor, y qué frío que hace en esta roca, esas ideas locas que tenés vos de irse lo más lejos posible y desconectarse de todo. Y yo te envidio, aunque siempre pensaste que vos eras la que me tenías que envidiar a mi, es al revés, porque vos sos un árbol sano que hunde sus raíces en la tierra fértil y se alimenta de esa fertilidad cultural. Toda tu vida me envidiaste por estar siempre en la superficie, siempre listo para desconectarse en cualquier momento sin compromisos, pero cómo nunca te diste cuenta del valor que tiene pertenecer, porque estar listo para desconectarse es no haberse conectado nunca y no hundir las raíces en la cultura es no alimentarse y un árbol que no se alimenta muere, mi amor, muere por dentro aunque la corteza que vos tanto envidias siga intacta.
Tal vez te cueste un poco leer esto último, mi amor, porque unas lágrimas me han ido cayendo silenciosas y borronearon un poco la tinta, aunque tal vez no la leas y es en vano decírtelo o incluso escribirte, pero es que no se qué pensar, qué sentir, las tentaciones y los hechos se cruzan y me confunden bastante; al igual que hace un rato, antes de empezar la carta, mientras todavía estabas conmigo. Y es que todas las confusiones de nuestra relación se unieron en ese momento, porque vos estabas mirando hacia el vacío negro, y aunque eras vos la que estabas al lado del precipicio, como siempre sentí el vértigo en el estómago: ese vértigo que no es más que tentación, porque uno está tan cerca de hacer todas esas cosas que no hay que hacer, cosas en las que siempre estuvieron los padres o las leyes o quien sea para decirte que NO, pero que tientan tanto, están tan al alcance de la mano, que se me eriza la piel de la nuca y me crece el vértigo en el estómago. Ese vértigo de saber que uno está tan cerca de caer, pero no en un precipicio sino caer en la tentación de hacer lo que nos enseñaron a no hacer, ese vértigo de saber que yo te odiaba y vos estabas tan cerca del vacío ahí parada, tu cuerpo contrastando contra la luna y la irrefrenable tentación de estar a un paso de liberarme de todo mi odio.
Y la verdad es que no importa el final, mi amor, no importa si te fuiste o no porque ahora el que me voy soy yo, porque una carta como esta la puede escribir sólo alguien que ha desistido, y no es que este muriendo, es sólo que ya no me queda nada por lo que vivir; esta vida cancerígena ha alcanzado a la corteza y acabado con este arbol viejo.
23.12.06
25.5.06
Volar en agua.
Volar en agua.
Me desperté seguro de haber soñado que volaba en agua, que era preso de un vuelo tan libre que me ahogaba, un placer tan intenso en el pecho que no me dejaba respirar, y la sensación de estar en el fondo de la agonía y romper la superficie no se perdió por la rejilla del lavamanos mientras me humedecía la frente y la nuca.
Me había levantado sobresaltado y me faltaba el aire como si me hubieran sacado bruscamente de una hermosa realidad para despertarme en una horrible pesadilla, como un pez que ha roto repentinamente la superficie y boquea agonizante en un mundo no apto para él.
Dos rodajas de pan se dejaron resbalar al tostador y el café bien caliente fue rechazando de a poco la almohada que casi seguía pegada a la mejilla, miré el reloj y apuré el último sorbo quemándome la lengua. Saqué el bolso de debajo de la cama y me metí de lleno en una camisa y un pantalón perfectamente planchados y un saco para enfrentar el calor del mediodía.
Había leído en algún lado que cuando a uno le falta el aire al levantarse, es por una mala posición al dormir; pero me costaba mucho creer que ese sueño era producto de la mala respiración: viceversa me tentaba mucho más.
Al salir agarré el maletín, esquivé las cajas frágiles y estuve casi diez minutos para cerrar la puerta con llave, mirando el reloj a cada rato, sintiendo la presión de cada segundo palpitándome en la sien. Cuando por fin escuché el clic de la cerradura bajé de a cuatro escalones pensando que debía conseguir un piso definitivo. Mi condición de nómada llevaba años; el dueño del edificio había desconfiado los primeros meses de que cumpliría el tiempo del contrato, y los que iban a ver el departamento me preguntaban por cuántos días estaba en Paris.
Un grito seguido de un llanto me indicó que me quedaban sólo dos escaleras, llegué abajo sudando y me metí en el horno móvil que me llevó hasta el centro. La Rue Mouffetard estaba llenísima, di unas cuantas vueltas por las calles interiores hasta encontrar un lugar que prometía sombra toda la tarde y comencé a caminar hacia la oficina. A unas dos cuadras, cuando ya podía reconocer la ventana del estudio entre las demás, sentí que alguien me llamaba. Era una voz extraña, desconocida. Me sorprendí, debía de ser una de las primeras veces que me escuchaba nombrar en París, pues no conocía mucha gente y en cualquier caso ninguno de ellos me hubiese llamado con ese tono tan amigable y caluroso. Me di cuenta un segundo antes de darme vuelta, me encontré atrapado en un abrazo que no terminaba más y una oreja colorada, sentí su respiración en mi cuello y su cuerpo pegado al mío, hasta que casi lo forcé a alejarse y la cara de Luis Barros con veinte años más de lo que lo recordaba me mostró una amplia sonrisa. Me contó que estaba de vacaciones en París, que andaba buscando una ferretería y le indiqué la más cercana que conocía. Me hizo algunas preguntas más que yo contesté mecánicamente mientras intentaba copiar su emoción en mi cara. Preguntó por la familia y no tardó en querer saber de Jorge, y la pregunta no me sorprendió en absoluto, estaba esperando que lo hiciera desde que me había dado cuenta quién era; por segunda vez en el día sentí cómo el aire dejaba de entrarme a los pulmones y otra vez la sensación de ser un pez sacado del agua y el muro tan costosamente construido derrumbándose con la simple mención de un nombre en una boca inocente. Excusando que llegaba tarde al trabajo, me abstuve de darle una tarjeta y en cambio anoté mal el número de teléfono en un papel, lo saludé diciéndole que me llamara esa misma tarde y me encontré cinco minutos más tarde en mi oficina sin estar muy seguro de haber subido.
Estuve toda la tarde con la cabeza en blanco, leí muchas veces los informes del escritorio sin entender ni una palabra y con los últimos seis años de mi vida dándome vueltas en algún lugar detrás de los ojos, en ese lugar que ven éstos cuando miran hacia adentro, donde ahora se dibujaba una y otra vez la cara de Barros, la cara de emoción que rápidamente pasaba a ser su boca pronunciando el nombre de Jorge, todo el estudio rindiéndose lentamente ante labios diciendo el nombre , los informes las tasas los adornos los cajones renunciando a su condición de objetos y cediendo a la voluntad de Jorge. Necesitaba escapar de ese lugar, de mi mismo, bajé y me dispuse a caminar sin rumbo como solía hacer hace tanto por Corrientes. Caminé por la vereda desierta de mediodía como por la línea de tiempo de mi vida.
Por un instante sentí que los parpados me pesaban enormemente y no podía abrirlos, que estaba atrapado dentro de algún recuerdo; pero al abrir los ojos me descubrí sentado a la sombra de un sauce y mirando a mi hermano y sus amigos jugando al fútbol. Sacudí la cabeza y una mezcla de colores precedió a una caída interior, a un mareo semejante al de pisar tierra firme luego de bajarse de un barco. Intenté aferrarme de algo pero toda existencia volvía a perderse en una nada oscura y al abrir los ojos estaba de frente a un libro de tapa marrón, por la ventana entraban gateando los rojos del alba y por la puerta caminando mi hermano menor y alguna de sus novias, que visiblemente venían de bailar por su olor a humo y transpiración concentrados.
Tenía ganas de vomitar, me tiré en el banco de una plaza y me pareció ver a Sarmiento con cara de piedra. Es increíble cómo uno cierra los ojos para alejarse y desentenderse de lo que pasa alrededor, tal y como el ñandú entierra la cabeza en el suelo. Pasé rápidamente a estar sentado en el comedor luego de haberles confesado que era homosexual con una dificultad que todavía me paraliza recordar, mirando a mis padres a punto de llorar y a Jorge horriblemente mudo.
Todo me volvía tan rápido, sentía Paris como un sueño de más de cinco años del que me despertaría de un momento a otro para encontrarme en mi cama y al lado la de Jorge vacía, nada de que preocuparse, porque habría ido a bailar con alguna chica y todavía era temprano. Abrí los ojos, todavía estaba en París, creo que sonaba el celular y lo apagué sin darme cuenta. Y la voz de Luis que me decía Jorge, que me culpaba como si lo supiera todo, como si fuera mi conciencia personificada en él. Pero quién podría saber o siquiera imaginar que Jorge, el preferido de papá y mamá, el mejor amigo de Luis y el admirado por todos, el ejemplo de la familia, quería desperdiciarlo todo así nomás. Traté de obligarme a pensar razonablemente, vivía en París y tenía que entregar tres informes mañana, pero razón y vanidad eran sinónimos en esa falsedad total en lo que se había convertido mi vida y que en el fondo no era más que Jorge.
Me paré y comencé a caminar hacia el coche mientras la vida se me deshacía a mi alrededor. El tiempo se había detenido en el momento en que vino a contármelo, desde ese momento mi vida había sido como seguir viviendo ese día una y otra vez, por eso tenía ahora tan vivo el recuerdo de Jorge que me tenía que contar algo, yo sorprendido por esa muestra de compañerismo (oh, ¡que estúpido! Pero, ¿cómo imaginármelo?), y entonces su boca diciéndolo, se había dado cuenta estando con la novia que él era como yo, tan vivo el recuerdo de mi respiración cortada y la sensación de ser un pez sacado del agua, mi hermano que era todo lo que yo siempre había querido ser, que era la persona más feliz del mundo, quería tirar toda su sana vida por la borda para ser la misma basura marginada que yo.
Tomé a toda velocidad el camino que iba al aeropuerto como si desde el día de mi llegada a París hubiese estado con un pie en ese camino, como si en realidad todavía estuviese parado a su lado, sorprendido de lo que me acababa de contar, y luego de un segundo rapidísimo sintiendo la sangre en mis manos, puto, trolo, gey de mierda, hundirle el cuchillo era hundírmelo a mi mismo, a los pibes del barrio que me jodían tanto, a papá y mamá tan avergonzados, a Jorge destrozado contra la alfombra.
Empecé a sentir la libertad fluyendo en el pecho, volvería y les contaría la verdad a mamá y papá y todo estaría bien otra vez, me querrían tan poco como antes pero todo iba a estar bien en Buenos Aires, el mate amargo y plaza de mayo, papá y mamá. Estiré el pie hasta el fondo, me relajé en el asiento y acomodé la cabeza en el respaldo dejándome llevar por la velocidad, era tan lindo cerrar los ojos y entregarme a la levedad de mi ser, ver enfrente un cielo tan gris como el cemento cada vez más cerca, y otra vez la sensación de estar volando en agua hasta romper con la cabeza la superficie cristalina y quedar boqueando con la mejilla contra el asfalto como un pez fuera del agua.
Julian Pani, 19/05/06
Me desperté seguro de haber soñado que volaba en agua, que era preso de un vuelo tan libre que me ahogaba, un placer tan intenso en el pecho que no me dejaba respirar, y la sensación de estar en el fondo de la agonía y romper la superficie no se perdió por la rejilla del lavamanos mientras me humedecía la frente y la nuca.
Me había levantado sobresaltado y me faltaba el aire como si me hubieran sacado bruscamente de una hermosa realidad para despertarme en una horrible pesadilla, como un pez que ha roto repentinamente la superficie y boquea agonizante en un mundo no apto para él.
Dos rodajas de pan se dejaron resbalar al tostador y el café bien caliente fue rechazando de a poco la almohada que casi seguía pegada a la mejilla, miré el reloj y apuré el último sorbo quemándome la lengua. Saqué el bolso de debajo de la cama y me metí de lleno en una camisa y un pantalón perfectamente planchados y un saco para enfrentar el calor del mediodía.
Había leído en algún lado que cuando a uno le falta el aire al levantarse, es por una mala posición al dormir; pero me costaba mucho creer que ese sueño era producto de la mala respiración: viceversa me tentaba mucho más.
Al salir agarré el maletín, esquivé las cajas frágiles y estuve casi diez minutos para cerrar la puerta con llave, mirando el reloj a cada rato, sintiendo la presión de cada segundo palpitándome en la sien. Cuando por fin escuché el clic de la cerradura bajé de a cuatro escalones pensando que debía conseguir un piso definitivo. Mi condición de nómada llevaba años; el dueño del edificio había desconfiado los primeros meses de que cumpliría el tiempo del contrato, y los que iban a ver el departamento me preguntaban por cuántos días estaba en Paris.
Un grito seguido de un llanto me indicó que me quedaban sólo dos escaleras, llegué abajo sudando y me metí en el horno móvil que me llevó hasta el centro. La Rue Mouffetard estaba llenísima, di unas cuantas vueltas por las calles interiores hasta encontrar un lugar que prometía sombra toda la tarde y comencé a caminar hacia la oficina. A unas dos cuadras, cuando ya podía reconocer la ventana del estudio entre las demás, sentí que alguien me llamaba. Era una voz extraña, desconocida. Me sorprendí, debía de ser una de las primeras veces que me escuchaba nombrar en París, pues no conocía mucha gente y en cualquier caso ninguno de ellos me hubiese llamado con ese tono tan amigable y caluroso. Me di cuenta un segundo antes de darme vuelta, me encontré atrapado en un abrazo que no terminaba más y una oreja colorada, sentí su respiración en mi cuello y su cuerpo pegado al mío, hasta que casi lo forcé a alejarse y la cara de Luis Barros con veinte años más de lo que lo recordaba me mostró una amplia sonrisa. Me contó que estaba de vacaciones en París, que andaba buscando una ferretería y le indiqué la más cercana que conocía. Me hizo algunas preguntas más que yo contesté mecánicamente mientras intentaba copiar su emoción en mi cara. Preguntó por la familia y no tardó en querer saber de Jorge, y la pregunta no me sorprendió en absoluto, estaba esperando que lo hiciera desde que me había dado cuenta quién era; por segunda vez en el día sentí cómo el aire dejaba de entrarme a los pulmones y otra vez la sensación de ser un pez sacado del agua y el muro tan costosamente construido derrumbándose con la simple mención de un nombre en una boca inocente. Excusando que llegaba tarde al trabajo, me abstuve de darle una tarjeta y en cambio anoté mal el número de teléfono en un papel, lo saludé diciéndole que me llamara esa misma tarde y me encontré cinco minutos más tarde en mi oficina sin estar muy seguro de haber subido.
Estuve toda la tarde con la cabeza en blanco, leí muchas veces los informes del escritorio sin entender ni una palabra y con los últimos seis años de mi vida dándome vueltas en algún lugar detrás de los ojos, en ese lugar que ven éstos cuando miran hacia adentro, donde ahora se dibujaba una y otra vez la cara de Barros, la cara de emoción que rápidamente pasaba a ser su boca pronunciando el nombre de Jorge, todo el estudio rindiéndose lentamente ante labios diciendo el nombre , los informes las tasas los adornos los cajones renunciando a su condición de objetos y cediendo a la voluntad de Jorge. Necesitaba escapar de ese lugar, de mi mismo, bajé y me dispuse a caminar sin rumbo como solía hacer hace tanto por Corrientes. Caminé por la vereda desierta de mediodía como por la línea de tiempo de mi vida.
Por un instante sentí que los parpados me pesaban enormemente y no podía abrirlos, que estaba atrapado dentro de algún recuerdo; pero al abrir los ojos me descubrí sentado a la sombra de un sauce y mirando a mi hermano y sus amigos jugando al fútbol. Sacudí la cabeza y una mezcla de colores precedió a una caída interior, a un mareo semejante al de pisar tierra firme luego de bajarse de un barco. Intenté aferrarme de algo pero toda existencia volvía a perderse en una nada oscura y al abrir los ojos estaba de frente a un libro de tapa marrón, por la ventana entraban gateando los rojos del alba y por la puerta caminando mi hermano menor y alguna de sus novias, que visiblemente venían de bailar por su olor a humo y transpiración concentrados.
Tenía ganas de vomitar, me tiré en el banco de una plaza y me pareció ver a Sarmiento con cara de piedra. Es increíble cómo uno cierra los ojos para alejarse y desentenderse de lo que pasa alrededor, tal y como el ñandú entierra la cabeza en el suelo. Pasé rápidamente a estar sentado en el comedor luego de haberles confesado que era homosexual con una dificultad que todavía me paraliza recordar, mirando a mis padres a punto de llorar y a Jorge horriblemente mudo.
Todo me volvía tan rápido, sentía Paris como un sueño de más de cinco años del que me despertaría de un momento a otro para encontrarme en mi cama y al lado la de Jorge vacía, nada de que preocuparse, porque habría ido a bailar con alguna chica y todavía era temprano. Abrí los ojos, todavía estaba en París, creo que sonaba el celular y lo apagué sin darme cuenta. Y la voz de Luis que me decía Jorge, que me culpaba como si lo supiera todo, como si fuera mi conciencia personificada en él. Pero quién podría saber o siquiera imaginar que Jorge, el preferido de papá y mamá, el mejor amigo de Luis y el admirado por todos, el ejemplo de la familia, quería desperdiciarlo todo así nomás. Traté de obligarme a pensar razonablemente, vivía en París y tenía que entregar tres informes mañana, pero razón y vanidad eran sinónimos en esa falsedad total en lo que se había convertido mi vida y que en el fondo no era más que Jorge.
Me paré y comencé a caminar hacia el coche mientras la vida se me deshacía a mi alrededor. El tiempo se había detenido en el momento en que vino a contármelo, desde ese momento mi vida había sido como seguir viviendo ese día una y otra vez, por eso tenía ahora tan vivo el recuerdo de Jorge que me tenía que contar algo, yo sorprendido por esa muestra de compañerismo (oh, ¡que estúpido! Pero, ¿cómo imaginármelo?), y entonces su boca diciéndolo, se había dado cuenta estando con la novia que él era como yo, tan vivo el recuerdo de mi respiración cortada y la sensación de ser un pez sacado del agua, mi hermano que era todo lo que yo siempre había querido ser, que era la persona más feliz del mundo, quería tirar toda su sana vida por la borda para ser la misma basura marginada que yo.
Tomé a toda velocidad el camino que iba al aeropuerto como si desde el día de mi llegada a París hubiese estado con un pie en ese camino, como si en realidad todavía estuviese parado a su lado, sorprendido de lo que me acababa de contar, y luego de un segundo rapidísimo sintiendo la sangre en mis manos, puto, trolo, gey de mierda, hundirle el cuchillo era hundírmelo a mi mismo, a los pibes del barrio que me jodían tanto, a papá y mamá tan avergonzados, a Jorge destrozado contra la alfombra.
Empecé a sentir la libertad fluyendo en el pecho, volvería y les contaría la verdad a mamá y papá y todo estaría bien otra vez, me querrían tan poco como antes pero todo iba a estar bien en Buenos Aires, el mate amargo y plaza de mayo, papá y mamá. Estiré el pie hasta el fondo, me relajé en el asiento y acomodé la cabeza en el respaldo dejándome llevar por la velocidad, era tan lindo cerrar los ojos y entregarme a la levedad de mi ser, ver enfrente un cielo tan gris como el cemento cada vez más cerca, y otra vez la sensación de estar volando en agua hasta romper con la cabeza la superficie cristalina y quedar boqueando con la mejilla contra el asfalto como un pez fuera del agua.
Julian Pani, 19/05/06
30.3.06
Angustia marina.
Los recuerdos de mi infancia me vuelven esta noche, cómo no acordarme ahora que me animé a venir, del niño que fui alguna vez: sentado en esta roca que acaso será la misma, que ha sido mil veces deshecha para volver a ser la misma roca al igual que yo vuelvo a este lugar y en cierta forma también vulevo a ser el niño de entonces, y como el mar, la misma ola que veo formarse allá lejos y ya sé que va a ser grande, que me va a mojar completamente; la sensación rebelde de ser un héroe, un rey, aunque en el fondo también tener miedo y culpa, porque la vieja siempre se hacía mala sangre esperando en casa. Siento el aire puro entrando a mis pulmones, el aire del mar y la costa, el olor a sal y algas y el calor sofocante, pienso que fui un tonto al no volver para acá por tanto tiempo pues tanta falta me hacía este aire. Me saco la camisa, apoyo la espalda desnuda en la roca húmeda, unas cuantas gotas me caen en el pecho y me llevan de vuelta a los doce años, a jugar con Toto y el Gordo a ver cuál era la ola más poderosa, a quién encontraba el cangrejo más grande entre las piedras, a ver quién tenía mejores técnicas en el arte sagrado de preparar bolas de arena, a caminar descalzos por las rocas sin tocar la arena y después los pies todos cortados pero nada importaba demasiado en ese entonces, era tan fácil inventar el remedio de las algas para curar los cortes, hacer un pacto de sangre, jurar que nunca nos íbamos a separar y menos por chicas, declarando el hueco entre unas piedras como nuestro cuartel, sintiéndonos dueños del mundo entero que se reducía tan fácil a nuestro alcance, cedía ante el increíble poder de la imaginacón, y que al fin y al cabo no era más que el hueco entre dos piedras.Cómo extraño eso ahora que volví, el sentir que las riendas las manejaba yo, y ya que estamos cabalgar por la playa e impresionar a María con un galope furioso por la orilla, justo lo que no quiero esta noche es acordarme de ella pero todos los recuerdos me llevan a eso, como la vergüenza de caerse a medio galope y lastimarse el codo, pero no era nada porque enseguida llegaba María para ver como estaba y ayudar a levantarme, y quedaba olvidado todo dolor cuando sus manos mágicas tocaban mi piel, cuando estaba tan cerca con sus ojos miel que me fascinaban, llegaba el primer beso tan ansiado, y mientras me arremango el pantalón y mis pies se sumergen en el agua me acuerdo que esa noche nos metimos al mar, a pesar de que sabíamos lo peligroso que era meterse de noche nos metimos; un poco porque hacía calor, otro poco porque era como nuestro hogar pero sobre todo porque era peligroso, porque esa noche éramos más que en ninguna otra los reyes del universo, de nuestro propio universo, el de descubrimiento, de deseo, de agua adolescente limpiándonos los cuerpos llenos de arena y de sal adhiriéndose a la piel.Me decido a meterme, después de tanto tiempo, e intentar así superar definitivamente lo de esa noche, me desnudo completamente porque así me siento más puro, me acerco un poco a la pureza de ser niño, de ser inocente y estar poco corrompido, como una roca joven que todavía no ha sido tan gastada por el mar social, por las leyes que solucionan los problemas que ellas mismas crean, pero esa noche en el mar no había leyes: era sólo animarse a entrar. La mano de María suavemente apretada contra la mía, su cuerpo mestizo mojándose bajo la malla turquesa, la sonrisa de felicidad en su cara, la luna especialmente grande y brillante, el mar aparentemente tranquilo, todo se daba a la perfección, todo encajaba limpiamente en su lugar para que yo sintiera que nada era imposible si me lo proponía, que podía con todo, incluso con el inmenso mar que se agitaba hasta la cintura, y María debía sentir algo parecido porque se aferraba fuertemente de mi mano y me seguía feliz mientras el agua nos iba llegando al pecho.El recuerdo es tan doloroso, tan vivo, un escalofrío me atraviesa el cuerpo al estar caminando hacia adentro y acordándome de aquella noche, de María que no sabía nadar tan bien y el mar empezaba a tirar para adentro, de cómo la perfección de la noche se transformaba en un braceo desesperado, y mientras siento el agua acariciando mi cuello veo el cuerpo de María todavía hundiéndose en el agua, retrocedo hasta ese momento como si toda mi vida de esa noche en adelante hubiese sido totalmente vana, me doy cuenta que tengo que terminar con la eterna angustia, dejar que el mar se lleve la carga, y con lágrimas saladas corriendo por mis mejillas sigo internándome en las aguas.
Julian Pani, 30/03/06.
Julian Pani, 30/03/06.
17.3.06
Realidades relativas.
Me desperté lentamente, sin abrir los ojos, como negándome a dejar ir un sueño placentero. Empiezo ahora a tomar conciencia de que estoy despierto, mi mente comienza a funcionar con normalidad, poco a poco voy redescubriendo que estoy en la cama y que tengo una reunión a las nueve, siento el sol en la cara y los ruidos de los coches afuera, se van borrando los últimos rastros del sueño. Alguien tras mis párpados intenta convencerme de que lo mejor será no abrir los ojos para sumergirse en el mismo Martes de la semana pasada, simplemente lo mejor será quedarse del otro lado, dar vuelta la realidad con permiso de la relatividad, dejar que fluya en mis manos para transformarse en la otra, la de sueño y ojos cerrados, la que esta bajo mi control, pero no puedo porque realidad hay una sola y que hay que levantarse para llegar a tiempo a la reunión.
Veo que no estás, que te has ido más temprano esta vez, mi mano palpa inútil la sábana a mi lado, giro un poco para asegurarme de que no te has refugiado en el borde como lo haces cuando discutimos, pero el frío helado me hace volver rodando a mi lugar con la epidermis semejante a la de una gallina. Así que esta vez es de verdad, te fuiste como siempre dijiste que harías, como te imaginabas cuando yo llegaba a la madrugada con olor a otra cama o cuando te acordabas de las buenas épocas. No sé en que momento te fuiste, pues apenas antes de despertarme sentí el calor de tu mano, lo sentí medio dormido como estoy siempre a la hora de despertarse, y aunque estoy seguro de haberte escuchado salir, sé que estuviste acá y apoyaste tu mano en mi hombro, y el recuerdo de tus labios sobre mi oreja y tu aliento son tan frescos, tan recientes, que no hay porqué pensar que no estuviste aquí antes de que me despertara.
Mantener los ojos cerrados es como no aceptarlo, y en realidad hace tanto que no los abro, que no acepto que te fuiste, que hace muchas mañanas que la cama a mi lado está fría; y aunque de noche me visites, me abraces y acaricies y yo te acomode el pelo detrás de la oreja, aunque mis labios besen lentamente tu cuello y mi mano baje por tu cintura y luchemos tiernamente hasta quedar atrapados entre las sábanas, a pesar de todo la noche se acaba y te vas antes de que me despierte, te inclinas sobre mí y me besas la oreja, me susurras un adiós o quizás un hasta la noche. Y a pesar que sé que todo es un sueño es mejor ignorar que hace más de veinte años que no te veo, olvidar que tus labios sólo han besado mi mejilla, que un abrazo ocasional fue el único contacto de nuestros cuerpos adolescentes. Es lo mejor sin duda, dejar que el olvido se encargue de todo y, ya sin estar seguro si lo hago o sigo soñando, abrir finalmente los ojos para encontrarte a mi lado con una bata larga y el desayuno en una bandeja.
Julian Pani, 17/03/06.
Veo que no estás, que te has ido más temprano esta vez, mi mano palpa inútil la sábana a mi lado, giro un poco para asegurarme de que no te has refugiado en el borde como lo haces cuando discutimos, pero el frío helado me hace volver rodando a mi lugar con la epidermis semejante a la de una gallina. Así que esta vez es de verdad, te fuiste como siempre dijiste que harías, como te imaginabas cuando yo llegaba a la madrugada con olor a otra cama o cuando te acordabas de las buenas épocas. No sé en que momento te fuiste, pues apenas antes de despertarme sentí el calor de tu mano, lo sentí medio dormido como estoy siempre a la hora de despertarse, y aunque estoy seguro de haberte escuchado salir, sé que estuviste acá y apoyaste tu mano en mi hombro, y el recuerdo de tus labios sobre mi oreja y tu aliento son tan frescos, tan recientes, que no hay porqué pensar que no estuviste aquí antes de que me despertara.
Mantener los ojos cerrados es como no aceptarlo, y en realidad hace tanto que no los abro, que no acepto que te fuiste, que hace muchas mañanas que la cama a mi lado está fría; y aunque de noche me visites, me abraces y acaricies y yo te acomode el pelo detrás de la oreja, aunque mis labios besen lentamente tu cuello y mi mano baje por tu cintura y luchemos tiernamente hasta quedar atrapados entre las sábanas, a pesar de todo la noche se acaba y te vas antes de que me despierte, te inclinas sobre mí y me besas la oreja, me susurras un adiós o quizás un hasta la noche. Y a pesar que sé que todo es un sueño es mejor ignorar que hace más de veinte años que no te veo, olvidar que tus labios sólo han besado mi mejilla, que un abrazo ocasional fue el único contacto de nuestros cuerpos adolescentes. Es lo mejor sin duda, dejar que el olvido se encargue de todo y, ya sin estar seguro si lo hago o sigo soñando, abrir finalmente los ojos para encontrarte a mi lado con una bata larga y el desayuno en una bandeja.
Julian Pani, 17/03/06.
23.2.06
Autobiografía dedicada.
Mi vida fue, en resumen, bastante sencilla. Me permitiré obviar los detalles de mi nacimiento y mi niñez, y mencionar cosas tan irrelevantes como el nombre de mis padres o en que institución terminé la secundaria.
Es importante destacar que soy escritor desde joven. Aunque he publicado varios libros fuera del marco del diario, no he llegado a ser famoso, o tan famoso como para moverme en el círculo de gente en el que nunca quise estar, pero que tal vez me hubiese obligado a no escribir esto o, más todavía, a sacarme mi obsesión de la muerte.
La obsesión de la muerte; creo recordar que incluso mi primer cuento, en la adolescencia, terminó con la muerte. Era inevitable, la muerte se posaba en el final como una paloma en el alféizar, en algún lugar bien adentro yo sabía que mis textos iban a terminar con la muerte, era cuestión de escribir las razones, los factores, la forma, pero inconscientemente la sentencia ya estaba dictada.
Con el tiempo me fui dando cuenta que era algo serio, que no podía terminar un texto sin la muerte. Ya alrededor de mis dieciocho años había empezado a dudar, a especular sobre las posibilidades de un vínculo especial, pero el constante contacto con la sociedad me había alejado de esos pensamientos. Me daba cuenta especialmente cuando fallecía algún ser querido; me daba cuenta, por ejemplo, al sentirme fuera de la escena, como si alguien estuviese viviendo en mi lugar y yo estuviera mirándome vivir, haciendo automáticamente acciones esperables para la situación como llorar o caminar o apoyar la cabeza en algún hombro, como si alguien desde mi interior se relacionara con la gente y el lugar mientras yo permanecía afuera, observándome. Éste sentimiento de que la vida me vivía a mi en vez de viceversa era muy común, y no me hubiese llamado la atención si no fuera por el gusto dulce que me quedaba en los labios cuando volvía a ser yo, y que se endulzaba más a medida que la tierra iba tapando el cajón. La sensación de que eso era una invitación hacia algo, una escalera hacia la profundidad del misterio, crecía hasta convertirse en un modelo de vida, en un insomnio de meses, en semanas de lectura vana, en días de pérdida total de la noción de tiempo y lugar. A veces me encontraba a mi mismo devorando desesperado alguna sobra, y entonces me daba cuenta que hacía cuatro días que no comía, o me despertaba en mitad de la calle después de haber caminado todo el día.
Aunque trate de engañarme diciéndome que escribo esto para su futura publicación (seguramente como cuento, pues está lejos de parecerse a una autobiografía), sé muy bien que es para ti, al igual que lo sabrás tu si es que algún día lo lees, si algún día te acuerdas de aquel escritor con el que solías acostarte y al que le enseñabas a vivir. Fuiste una maestra excelente, tu único error fue darme un ejemplo demasiado vivo y cercano de lo que era el desamor, y aunque probablemente estés casada y tengas hijos, tal vez aún así algún día preparando la comida o alisando las sábanas te acuerdes de mí, te enteres de mi muerte y busques el libro que sabrás que estará escrito para que lo leas.
Más que una despedida diría que es una explicación, para que cuando leas esto sepas por qué tiene que terminar así, y aunque sé que no lo comprenderás ya que nunca entendiste mis explicaciones sobre el orden de las cosas o la contigüidad, aún así me siento obligado a que decirte que tiene que ser así, que mi autobiografía tiene que terminar como todos mis otros textos.
Es importante destacar que soy escritor desde joven. Aunque he publicado varios libros fuera del marco del diario, no he llegado a ser famoso, o tan famoso como para moverme en el círculo de gente en el que nunca quise estar, pero que tal vez me hubiese obligado a no escribir esto o, más todavía, a sacarme mi obsesión de la muerte.
La obsesión de la muerte; creo recordar que incluso mi primer cuento, en la adolescencia, terminó con la muerte. Era inevitable, la muerte se posaba en el final como una paloma en el alféizar, en algún lugar bien adentro yo sabía que mis textos iban a terminar con la muerte, era cuestión de escribir las razones, los factores, la forma, pero inconscientemente la sentencia ya estaba dictada.
Con el tiempo me fui dando cuenta que era algo serio, que no podía terminar un texto sin la muerte. Ya alrededor de mis dieciocho años había empezado a dudar, a especular sobre las posibilidades de un vínculo especial, pero el constante contacto con la sociedad me había alejado de esos pensamientos. Me daba cuenta especialmente cuando fallecía algún ser querido; me daba cuenta, por ejemplo, al sentirme fuera de la escena, como si alguien estuviese viviendo en mi lugar y yo estuviera mirándome vivir, haciendo automáticamente acciones esperables para la situación como llorar o caminar o apoyar la cabeza en algún hombro, como si alguien desde mi interior se relacionara con la gente y el lugar mientras yo permanecía afuera, observándome. Éste sentimiento de que la vida me vivía a mi en vez de viceversa era muy común, y no me hubiese llamado la atención si no fuera por el gusto dulce que me quedaba en los labios cuando volvía a ser yo, y que se endulzaba más a medida que la tierra iba tapando el cajón. La sensación de que eso era una invitación hacia algo, una escalera hacia la profundidad del misterio, crecía hasta convertirse en un modelo de vida, en un insomnio de meses, en semanas de lectura vana, en días de pérdida total de la noción de tiempo y lugar. A veces me encontraba a mi mismo devorando desesperado alguna sobra, y entonces me daba cuenta que hacía cuatro días que no comía, o me despertaba en mitad de la calle después de haber caminado todo el día.
Aunque trate de engañarme diciéndome que escribo esto para su futura publicación (seguramente como cuento, pues está lejos de parecerse a una autobiografía), sé muy bien que es para ti, al igual que lo sabrás tu si es que algún día lo lees, si algún día te acuerdas de aquel escritor con el que solías acostarte y al que le enseñabas a vivir. Fuiste una maestra excelente, tu único error fue darme un ejemplo demasiado vivo y cercano de lo que era el desamor, y aunque probablemente estés casada y tengas hijos, tal vez aún así algún día preparando la comida o alisando las sábanas te acuerdes de mí, te enteres de mi muerte y busques el libro que sabrás que estará escrito para que lo leas.
Más que una despedida diría que es una explicación, para que cuando leas esto sepas por qué tiene que terminar así, y aunque sé que no lo comprenderás ya que nunca entendiste mis explicaciones sobre el orden de las cosas o la contigüidad, aún así me siento obligado a que decirte que tiene que ser así, que mi autobiografía tiene que terminar como todos mis otros textos.
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