25.5.06

Volar en agua.

Volar en agua.
Me desperté seguro de haber soñado que volaba en agua, que era preso de un vuelo tan libre que me ahogaba, un placer tan intenso en el pecho que no me dejaba respirar, y la sensación de estar en el fondo de la agonía y romper la superficie no se perdió por la rejilla del lavamanos mientras me humedecía la frente y la nuca.
Me había levantado sobresaltado y me faltaba el aire como si me hubieran sacado bruscamente de una hermosa realidad para despertarme en una horrible pesadilla, como un pez que ha roto repentinamente la superficie y boquea agonizante en un mundo no apto para él.
Dos rodajas de pan se dejaron resbalar al tostador y el café bien caliente fue rechazando de a poco la almohada que casi seguía pegada a la mejilla, miré el reloj y apuré el último sorbo quemándome la lengua. Saqué el bolso de debajo de la cama y me metí de lleno en una camisa y un pantalón perfectamente planchados y un saco para enfrentar el calor del mediodía.
Había leído en algún lado que cuando a uno le falta el aire al levantarse, es por una mala posición al dormir; pero me costaba mucho creer que ese sueño era producto de la mala respiración: viceversa me tentaba mucho más.
Al salir agarré el maletín, esquivé las cajas frágiles y estuve casi diez minutos para cerrar la puerta con llave, mirando el reloj a cada rato, sintiendo la presión de cada segundo palpitándome en la sien. Cuando por fin escuché el clic de la cerradura bajé de a cuatro escalones pensando que debía conseguir un piso definitivo. Mi condición de nómada llevaba años; el dueño del edificio había desconfiado los primeros meses de que cumpliría el tiempo del contrato, y los que iban a ver el departamento me preguntaban por cuántos días estaba en Paris.
Un grito seguido de un llanto me indicó que me quedaban sólo dos escaleras, llegué abajo sudando y me metí en el horno móvil que me llevó hasta el centro. La Rue Mouffetard estaba llenísima, di unas cuantas vueltas por las calles interiores hasta encontrar un lugar que prometía sombra toda la tarde y comencé a caminar hacia la oficina. A unas dos cuadras, cuando ya podía reconocer la ventana del estudio entre las demás, sentí que alguien me llamaba. Era una voz extraña, desconocida. Me sorprendí, debía de ser una de las primeras veces que me escuchaba nombrar en París, pues no conocía mucha gente y en cualquier caso ninguno de ellos me hubiese llamado con ese tono tan amigable y caluroso. Me di cuenta un segundo antes de darme vuelta, me encontré atrapado en un abrazo que no terminaba más y una oreja colorada, sentí su respiración en mi cuello y su cuerpo pegado al mío, hasta que casi lo forcé a alejarse y la cara de Luis Barros con veinte años más de lo que lo recordaba me mostró una amplia sonrisa. Me contó que estaba de vacaciones en París, que andaba buscando una ferretería y le indiqué la más cercana que conocía. Me hizo algunas preguntas más que yo contesté mecánicamente mientras intentaba copiar su emoción en mi cara. Preguntó por la familia y no tardó en querer saber de Jorge, y la pregunta no me sorprendió en absoluto, estaba esperando que lo hiciera desde que me había dado cuenta quién era; por segunda vez en el día sentí cómo el aire dejaba de entrarme a los pulmones y otra vez la sensación de ser un pez sacado del agua y el muro tan costosamente construido derrumbándose con la simple mención de un nombre en una boca inocente. Excusando que llegaba tarde al trabajo, me abstuve de darle una tarjeta y en cambio anoté mal el número de teléfono en un papel, lo saludé diciéndole que me llamara esa misma tarde y me encontré cinco minutos más tarde en mi oficina sin estar muy seguro de haber subido.
Estuve toda la tarde con la cabeza en blanco, leí muchas veces los informes del escritorio sin entender ni una palabra y con los últimos seis años de mi vida dándome vueltas en algún lugar detrás de los ojos, en ese lugar que ven éstos cuando miran hacia adentro, donde ahora se dibujaba una y otra vez la cara de Barros, la cara de emoción que rápidamente pasaba a ser su boca pronunciando el nombre de Jorge, todo el estudio rindiéndose lentamente ante labios diciendo el nombre , los informes las tasas los adornos los cajones renunciando a su condición de objetos y cediendo a la voluntad de Jorge. Necesitaba escapar de ese lugar, de mi mismo, bajé y me dispuse a caminar sin rumbo como solía hacer hace tanto por Corrientes. Caminé por la vereda desierta de mediodía como por la línea de tiempo de mi vida.
Por un instante sentí que los parpados me pesaban enormemente y no podía abrirlos, que estaba atrapado dentro de algún recuerdo; pero al abrir los ojos me descubrí sentado a la sombra de un sauce y mirando a mi hermano y sus amigos jugando al fútbol. Sacudí la cabeza y una mezcla de colores precedió a una caída interior, a un mareo semejante al de pisar tierra firme luego de bajarse de un barco. Intenté aferrarme de algo pero toda existencia volvía a perderse en una nada oscura y al abrir los ojos estaba de frente a un libro de tapa marrón, por la ventana entraban gateando los rojos del alba y por la puerta caminando mi hermano menor y alguna de sus novias, que visiblemente venían de bailar por su olor a humo y transpiración concentrados.
Tenía ganas de vomitar, me tiré en el banco de una plaza y me pareció ver a Sarmiento con cara de piedra. Es increíble cómo uno cierra los ojos para alejarse y desentenderse de lo que pasa alrededor, tal y como el ñandú entierra la cabeza en el suelo. Pasé rápidamente a estar sentado en el comedor luego de haberles confesado que era homosexual con una dificultad que todavía me paraliza recordar, mirando a mis padres a punto de llorar y a Jorge horriblemente mudo.
Todo me volvía tan rápido, sentía Paris como un sueño de más de cinco años del que me despertaría de un momento a otro para encontrarme en mi cama y al lado la de Jorge vacía, nada de que preocuparse, porque habría ido a bailar con alguna chica y todavía era temprano. Abrí los ojos, todavía estaba en París, creo que sonaba el celular y lo apagué sin darme cuenta. Y la voz de Luis que me decía Jorge, que me culpaba como si lo supiera todo, como si fuera mi conciencia personificada en él. Pero quién podría saber o siquiera imaginar que Jorge, el preferido de papá y mamá, el mejor amigo de Luis y el admirado por todos, el ejemplo de la familia, quería desperdiciarlo todo así nomás. Traté de obligarme a pensar razonablemente, vivía en París y tenía que entregar tres informes mañana, pero razón y vanidad eran sinónimos en esa falsedad total en lo que se había convertido mi vida y que en el fondo no era más que Jorge.
Me paré y comencé a caminar hacia el coche mientras la vida se me deshacía a mi alrededor. El tiempo se había detenido en el momento en que vino a contármelo, desde ese momento mi vida había sido como seguir viviendo ese día una y otra vez, por eso tenía ahora tan vivo el recuerdo de Jorge que me tenía que contar algo, yo sorprendido por esa muestra de compañerismo (oh, ¡que estúpido! Pero, ¿cómo imaginármelo?), y entonces su boca diciéndolo, se había dado cuenta estando con la novia que él era como yo, tan vivo el recuerdo de mi respiración cortada y la sensación de ser un pez sacado del agua, mi hermano que era todo lo que yo siempre había querido ser, que era la persona más feliz del mundo, quería tirar toda su sana vida por la borda para ser la misma basura marginada que yo.
Tomé a toda velocidad el camino que iba al aeropuerto como si desde el día de mi llegada a París hubiese estado con un pie en ese camino, como si en realidad todavía estuviese parado a su lado, sorprendido de lo que me acababa de contar, y luego de un segundo rapidísimo sintiendo la sangre en mis manos, puto, trolo, gey de mierda, hundirle el cuchillo era hundírmelo a mi mismo, a los pibes del barrio que me jodían tanto, a papá y mamá tan avergonzados, a Jorge destrozado contra la alfombra.
Empecé a sentir la libertad fluyendo en el pecho, volvería y les contaría la verdad a mamá y papá y todo estaría bien otra vez, me querrían tan poco como antes pero todo iba a estar bien en Buenos Aires, el mate amargo y plaza de mayo, papá y mamá. Estiré el pie hasta el fondo, me relajé en el asiento y acomodé la cabeza en el respaldo dejándome llevar por la velocidad, era tan lindo cerrar los ojos y entregarme a la levedad de mi ser, ver enfrente un cielo tan gris como el cemento cada vez más cerca, y otra vez la sensación de estar volando en agua hasta romper con la cabeza la superficie cristalina y quedar boqueando con la mejilla contra el asfalto como un pez fuera del agua.
Julian Pani, 19/05/06

2 comentarios:

Carmen Bellver dijo...

Enhorabuena por ese delicado arte de llenar de palabras la red para quién sabe quién

Eilen dijo...

Me encanta el blog y este post en concreto. Verdaderamente bueno.