Después de los retrasos y las apuradas, llegan justo a tiempo para la reserva. El restaurante está a reventar. El padre se sonríe en voz baja por haber reservado lugar y mira con regocijo a la gente que hace cola afuera y se cubre con los paraguas, y la pelea por entrar se agrava cada vez más.
‘Este mundo esta loco, estamos en pleno invierno y no llueve’- piensa Eduardo mientras un mozo de gran estatura y expresión brava, con músculos bien marcados, pide educadamente y con gestos afeminados que le muestren la reserva. El mozo la lee un momento y luego les dice con una sonrisa compradora que lo sigan hacia la mesa.
Una vez en la mesa, Eduardo observa cada detalle del restaurante y lo juzga por primera vez. Lo que mas le gusta es la idea de la madera sobre la mesa para no ensuciar el mantel. Piensa que lo va a hacer en casa, cuando otro mozo similar al anterior les trae el menú. Luego de dudas e indecisiones todos terminan eligiendo sus cosas.
Al cabo de unos momentos vuelve el mozo con las bebidas. Los chicos reciben su coca cola (la de Analía es normal porque está a dieta) y los padres se relamen con su vino importado, reserva Septiembre de 1987. Eduardo termina el vino en dos minutos y mira impaciente hacia la barra. Llama al mozo tres veces para preguntarle qué pasa con la comida, pero se cruza de brazos al obtener siempre una respuesta del mozo que implora calma.
La familia se entretiene mirando como afuera la gente reclama tener hambre, grita y se pelea; vuelan sillas, botellas y todo tipo de objetos, salta sangre y mancha los cristales del restaurante produciendo una sensación rojiza como de prostíbulo. Las personas muerden y patalean por entrar, pero la resistencia del personal está preparada. Al cabo de unos minutos los miembros de la familia van perdiendo el interés por los disturbios de afuera. Justo cuando Eduardo está por llamar al mozo por cuarta vez llega la comida. Sale un humo tranquilo y de olor delicioso desde la sopapa donde descansan sus langostinos en sopa. El mozo apoya delicadamente el plato frente a sus respectivos futuros devorantes y se retira. Uno de los langostinos de Eduardo salta de la sopapa y vuela por el aire, pero éste como buen abogado lo atrapa en el aire con habilidad y murmura: ‘Pago cincuenta pesos por cabeza y ni siquiera anestesian a los langostinos’. Su mujer asiente con la cabeza y mira el techo.
Al final de la comida vuelve otro mozo con la cuenta, pagan y salen. Ahora afuera se ha calmado el disturbio, pero en el ambiente queda un fuerte aroma a goma quemada. Los paraguas ruedan por el piso y pasean entre los muertos y heridos, produciendo un ruido mecánico.
Se cierra el telón.
Ya fuera de escena, Eduardo comenta: ‘Nunca lograré entender lo entretenido de la trama. La gente tiene que aprender que la vida real es dura, no sé para que la obra se esfuerza para hacer del mundo un lugar bello’.
Julian Pani, 12/09/05
12.9.05
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2 comentarios:
Esto va dedicado a una de mis hermanas, que estudia diseño industrial y siempre que está haciendo un trabajo tiene a toda la familia pendiente.
Siempre esfrorzandose por hacer trabajos originales y copados, muchas veces ridiculiza ciertas cosas de la vida cotidiana; la sopapa como plato, por ejemplo, fue una idea de ella pero que al final no usó.
Iohi.. te quiero mucho... ya lo sabías no!?!?
Juli, he de reconocer que me has dejado pensando, y mucho... Cuando llegue a algo más claro escribo alguna otra cosa...
Un agran abrazo!
Javi
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